Cuentan las leyendas populares, que al sonar las doce campanadas de la media noche en el doliente y melancólico reloj del convento del Carmen, un fantasma impreciso, una vaga silueta, mezcla de luz y de sombra, atravesaba el entonces cementerio, salía a la calle del Cura Merlín y torciendo por el que más tarde se llamara callejón del Muerto, desaparecía al pisar los umbrales de un viejo y chaparro caserón bautizado por el vulgo con el título de “Casa de las Animas”.
Dentro de aquella casa misteriosa, de sórdida apariencia, se realizaran, quizá, cosas estupendas y sobrenaturales… ¡Arrastrar de cadenas y gritos moribundos!... !Danzas macabras de esqueletos y brujas!,.. ¡Llamas azuladas y búhos de miradas demoniacas!... ¡Viejas, horriblemente viejas, de rostros macilentos y colmillos muy largos, muy largos!... ¡Oscuras cuevas, apenas alumbradas por informes hogueras de canillas humanas, donde celebrariase el Aquelarre!... ¡Todo misterioso, macabro, espeluznante!
La fantasía popular, a este respecto fecundísima, había rodeado aquella casa y aquella historia o leyenda, de tal número de mentiras y supercherías, que las viejas timoratas, y los viejos, y los niños, no osaban transitar por aquella calleja una vez sonado el toque de oración, sin haber rezado cuatro o cinco Padre-nuestros y haberse persignado, por lo menos doble número de veces.
Y es que la leyenda que sobre el tal callejón se contaba, no era para menos, había sido bastante sugestiva y novelesca para darle fama en muchas leguas a la redonda, sirviendo lo mismo para amedrentar a los niños, que para entretener a los viejos.
Era yo muy pequeño cuando conocí la famosa historia (contaría a lo sumo doce años), y como todos los chiquillos de mi edad, era afecto, en grado superativo, a oír de labios del achacoso abuelo o de los de la complaciente nodriza, los portentosos relatos, llenos de maravillas, de quimerismos y hazañas estupendas, atribuidos, casi siempre, a héroes novelescos, que en la mayoría de los casos, resultaban ser hijos de poderosos reyes o monarcas de la India, quienes, como en los cuentos de Las Mil y Una Noches, tenían que exponer veinte veces la vida en formidable y desigual pelea contra monstruos plutónicos o dragones de incontables cabezas, para liberar a una princesita rubia, prisionera de alguna hada maligna, que le había hecho víctima de sus brujerías, y a la que siempre libertaba el príncipe, obteniendo su mano y realizando a la postre unos esponsales tan llenos de esplendor y de lujo, que su solo relato era suficiente para dejarnos boquiabiertos, como quien mira visiones.
Por estas y muchas otras causas, cuando en aquel entonces, y en virtud de no sé qué trebejos encontrados en la “Casa de las Animas”, al hacer unas excavaciones, se volvió a poner el tapete de la curiosidad publica la tan traída y llevada historia del callejón del Muerto, no pare en mis investigaciones hasta lograr que una conserva de años a quien llamábamos la Nanita, mujer que desempeñaba a la sazón el oficio de cocinera en mi casa, me contara una noche, al amor de las hornillas y junto al recién fregado y rojo brasero, aquella espeluznante historia que en no lejanas épocas había tenido la fuerza de interesar a propios y extraños, dando origen y renombre al famoso y discutido callejón del Muerto.
Alguien me ha dicho que la leyenda que me fuera referida por la vieja sirvienta, adolece de algunos errores históricos; pero como en este caso yo trato solamente de referir lo que me contaron, sin pretensiones de historiógrafo, dejo a la credulidad de mis lectores el aceptarla o no como autentica, que harta paciencia he necesitado yo también para garrapatear estos renglones, y ¡váyase lo uno por lo otro! Y sin más discreciones, entramos de lleno al asunto.
Allá por los años de La Llorona, cuando es fama, según los empolvados cronicones de la época, que en México pasaban cosas increíbles y asombrosas, vino a Toluca, un extraño y misterioso matrimonio formado por una encantadora muchacha de tez pálida y morena, poseedora de unos ojos que, según dicen, alumbraban como luceros, y un viejo, muy entrado en años, de aspecto huraño, continente airado y antipático, a quien daba marcado aspecto de ferocidad el escalofriante mirar de sus ojos mefistofélicos; matrimonio que ocupo por entero una de las casitas del callejón de nuestra historia, casa que, por su lujo, por la riqueza de sus muebles y por el ambiente de misterio que rodeaba a sus moradores (pues nadie sabía quiénes eran o de dónde venían), había cautivado por completo la atención y la curiosidad de los desocupados y murmuradores vecinos del barrio del Carmen. Por lo que no es de extrañar que, en su afán de adquirir noticias sobre los recién venidos, llegaran a exponerse a recibir más de cuatro “descolones” de parte del intratable viejo, que nunca soltaba prenda y si, a menudo, cada interjección que temblaba Cristo.
Aquella curiosidad y maledicencia del vecindario hubieran quedado del todo defraudadas, si la indiscreción de una sirviente, que hacía poco, entrara en la casa, no hubiera venido en su ayuda, al revelar algunos detalles, muy pocos por cierto, que hicieron cierta luz entre tantas tinieblas: “que el señor se llamaba, Don Carlos Lopez y Mendoza; que era español de origen; que su mujer, una niña retechula, se llamaba Carmen y era, al parecer, mexicana; que algo muy grave debía haber entre ambos, porque nunca se hablaban a la hora de las comidas; que la señor se pasaba la mayor parte del día encerrada en su recamara, llorando inconsolablemente y besando el retrato de un niño pequeño que se le parecía mucho (ella lo había observado a hurtadillas) y… ” ¡Nada más!
¡Ah, sí!... que una noche había visto que el señor salía del cuarto de la señora y que esta, en medio de un mar de lágrimas, sollozando desesperadamente, le demandaba con voz conmovedora: “!Carlos, mi hijo!... devuélveme a mi hijo!” ¡Si ustedes la oyeran como lloraba!... (decía la sirvienta, en medio de un corro de comadres). ¡Pobre niña; se le hacía a uno un nudo en la garganta!...
Y, ¡eso era todo!...
Como se comprenderá fácilmente, aquello vino a avisar más aun la insatisfecha curiosidad de los vecinos, quienes, cada uno a su modo y según su imaginación y temperamento, fabricaron treinta historias distintas sobre los impenetrables vecinos del número 7, vecinos que, encerrados en el misterio de sus habitaciones, apuraban quien sabe que extrañas y abracadabrantes aventuras.
Así las cosas, una noche, a eso de las doce (hora de los fantasmas y las brujas), un disparo, que por la estrechez del callejón debió oírse formidable, vino a interrumpir el tranquilo sueño del vecindario, haciendo que los amedrentados colindantes, todos temblorosos y a medio vestir, salieran, cada quien de su casa, como búhos en su nido, a enterarse del motivo de aquella inesperada detonación, que había sembrado el pánico y la zozobra en más de cuatro espíritus pusilánimes.
Poco después llegaba la policía recogiendo de en medio de la calle, el cadáver de un hombre, aparentemente y visto a la luz de las gendarmeriles linternas, joven y no mal parecido. Tenía una bala incrustada en la sien derecha, la que debió producirle una muerte instantánea.
Como del interior de la casa misteriosa partieran sollozos estridentes y gritos estentóreos demandando auxilio, el jefe de la policía, al penetrar al interior de la casa, había encontrado a la infeliz sirvienta presa del terror más angustioso y con la razón extraviada, y al llegar a la recamara de la infortunada Doña Carmen, un cuadro por demás horrible y macabro, pues esta yacía en medio de un mar de sangre, con la cara completamente desfigurada, el cráneo hendido y roto y los miembros increíblemente mutilados, prueba inequívoca de la furia infernal que debió apoderarse de su asesino.
Cerca del cadáver, como cuerpo del delito, fue encontrado un primoroso alfanje morisco, arrancado no se sabe de qué rica panoplia, con el cual aquella bestia humana había dislacerado y herido aquella carne sonrosada y bellamente morena, que aun en medio de tanta sangre, resultaba tentadora en sus desnudeces…
Una roja lamparilla, pendiente del techo, hacia más roja aun aquella roja escena de sangre.
¿Qué había pasado ahí?... ¿Qué oscuro y formidable drama se había desarrollado algunos momentos antes entre la víctima y su verdugo, aquel sanguinario y brutal asesino, que tanta saña había demostrado al perpetrar su enorme crimen?
¿Quién era el autor de aquella feroz hazaña, en la que habían perdido la vida dos seres humanos?
¡Don Carlos! ¡Don Carlos!
Lo habían señalado desde luego los vecinos del barrio. Él era, a no dudarlo, el cobarde asesino de Doña Carmen y del desconocido, cuyo cadáver fuera encontrado en mitad de la calle; porque era de presumirse que una misma mano había disparado la pistola sobre el uno y esgrimido el alfanje sobre la otra.
Pero Don Carlos había escapado.
Como todos los cobardes, había huido después de perpetrar el doble crimen, marcando con huellas sangrientas su paso a través de las habitaciones, hasta el corral, cuyas tapias pudo escalar fácilmente sin gran esfuerzo.
Fueron inútiles todas las pesquisas realizadas por la policía, que no debe de haber sido ni más eficiente ni más activa que la de hogaño.
¡Tarea inútil!... Don Carlos se esfumo definitivamente del horizonte.
Sin embargo, la luz se hizo, gracias a una carta encontrada entre los papeles del individuo que sucumbiera a manos de don Carlos.
La carta era de Doña Carmen y decía lo siguiente:
Señor Fernando de Santillana.-
Presente.
Querido hermano:
Es absolutamente preciso que yo te hable esta noche - (la de los acontecimientos).
Mi marido tiene sospechas de mi conducta y duda de mi fidelidad. ¡Esto es horrible! Como no le he podido revelar el secreto de nuestro nacimiento, está en la creencia de que eres mi amante y de que yo lo estoy traicionando.
¿Qué hacer? ¿habrá necesidad de deshonrar a nuestra querida muerta para salvar mi honor?... ¡Pobre madre mía!
La desesperación me mata. No sé qué hacer. ¡He llorado tanto! Mas lo que colma la copa de mis sufrimientos, es el hecho dolorosísimo de que, en su desconfianza, ha llegado a dudar el insensato, de que su hijo lo sea de verdad y lo ha separado de mi lado, para darle, acaso, la muerte.
Ven por Dios, esta noche, pues necesito tus consejos. Todo lo temo de este hombre, a quien odio, por su brutalidad y sus excesos.
Tu pobre hermana Carmen.
Y es fama en Toluca que desde entonces, al sonar las doce campanadas de la medio noche, en el doliente y melancólico reloj del convento del Carmen, un fantasma impreciso, una vaga silueta, mezcla de luz y de sombra, atravesaba el entonces cementerio, salía a la calle del Cura Merlín y, torciendo por el callejón del Muerto, desaparecía al pisar los umbrales del viejo y chaparro caserón bautizado por el vulgo con el título de: “Casa de las Animas”…